Un profesor de la Universidad Valle del
Momboy, mi alma mater, nos decía en el 2001 a los entonces alumnos que
“seríamos los mejores politólogos del mundo por estar en Venezuela en un
contexto donde todas las teorías políticas se ponen a prueba, esto es un gran
laboratorio”. Probablemente no seamos los mejores, pero si que tenía razón en
cuanto a que Venezuela era y sigue siendo un gran centro de pruebas para mala
suerte de los Conejillos de India (los venezolanos). Hay una máxima, esbozada
por Amartya Sen y otros pensadores, que indica “la desigualdad política conduce
a la desigualdad económica”, si en algún lugar del planeta este argumento se
hizo aterradoramente obvio es en nuestro país.
Para 1998, los trabajadores venezolanos
tenían sindicatos y confederaciones obreras que negociaban, junto con el
gobierno y las asociaciones patronales, el aumento del salario mínimo, reformas
legales en materia laboral y condiciones de trabajo, buena parte de los
asalariados contaban con póliza HCM (Hospitalización, Cirugía y Maternidad)
tanto en el sector público como el privado y el salario mínimo rondaba los 300
dólares. Los trabajadores afiliados al IVSS contaban, entre otras cosas, con un
servicio médico específico y previsión social en caso de contingencias, entre
ellas, el pago por paro forzoso. Los sindicatos, herramienta de los
trabajadores para luchar por su calidad de vida, eran fuertes. Eso dejo de
existir.
No es casual que el principal apoyo
económico para la campaña electoral del militar golpista Hugo Chávez en 1998
tuviese como procedencia poderosos capitales asociados a la industria
televisiva y mediática. Las clases pudientes deseaban quitarse de encima el
largo predominio socialdemócrata que había logrado que los “pata en el suelo”
ascendieran socialmente y pretendieran “igualarse”. El guiño más notorio del
candidato Chávez a esos sectores conservadores fue su apología al ex dictador Marcos
Pérez Jiménez al que incluso prometió permitirle su regreso al país.
Al instalarse en el poder, Hugo Chávez comenzó
la militarización del país, sacando a los militares del cuartel para colocarlos
en cargos de la administración pública y administrar fondos públicos, confiscó empresas
privadas y las cedió a la administración de sus aliados y correligionarios y,
además, proporcionó a naciones con gobiernos autoritarios afines el control de
ciertas actividades económicas dentro de nuestras fronteras. La retórica
nacionalista solo encubría la satanización del imperialismo norteamericano y la
sacralización del imperialismo ruso y chino.
El tema de fondo es que los venezolanos
dejaron de ser iguales, ahora, una extraña asociación entre empresarios y
militares constituye una ciudadanía de primera y los trabajadores, la clase
media, las clases populares, pasaron a ser de ciudadanos de segunda y, más
allá, se prohibió cualquier mecanismo de ascenso social, por esa razón la
educación, la salud y los servicios públicos (electricidad, agua, cloacas,
telefonía) fueron desmantelados de modo que con el tiempo solo las clases
privilegiadas pudieran acceder a ellos en cuanto lujos. Hoy en día una empleada
de un negocio de cosmetología puede tener mejores ingresos que un docente o un
médico.
Hoy en día, muerto el dictador pero sobrevivida
la dictadura, algunos hablan de un “cambio de rumbo” de su continuador, Nicolás
Maduro, lo cierto es que los rasgos militaristas, exclusivistas, conservadores
y autoritarios del régimen siguen en pie. Si hay reprivatización es para
beneficio de aliados políticos, si hay reactivación económica es para pequeñas
esferas sociales o, como bien dice el economista Orlando Ochoa, una economía
efervescente para el “1% de la población”, “unas 280 mil personas”.
Para comprobar esta tesis solo hay que
observar que el diálogo tripartito dejó de existir desde 1998, la OIT cuenta
con un amplio informe respecto a Venezuela. Algunas empresas, principalmente
aquellas ligadas a la actividad importadora y comercial, reportan beneficios
pero los trabajadores se encuentran padeciendo, además de los bajísimos
salarios, precariedad laboral e incluso explotación laboral. Peor la pasan los
que trabajan en la administración pública y los desempleados. Podemos ver
conciertos con entradas costosísimas con llenos totales pero escuelas sin
estudiantes y sin profesores a punto de caerse.
Claro que los politólogos estamos
observando, consternados y horrorizados, la puesta a prueba de las tesis de
Amartya Sen, la desigualdad política sembrada en 1998 nos está brindando una
generosa cosecha de desigualdad económica en 2022. Los pobres se están haciendo
más pobres y los ricos se están convirtiendo en magnates que pueden encerrarse
en Las Mercedes, celebrar un cumpleaños con una asquerosa fiesta en un Tepuy y,
lo peor, calificar de “emprendimiento” el vulgar robo nacional.
¿Alguien quiere una prueba visual? Pues
bien, trasládese el interesado a la ciudad de Valencia, ubique la instalación
militar del Fuerte Paramacay y, justo dentro del Círculo Militar, encontrará el
Bodegón Baraki. La exclusividad de los precios permiten también una clientela
exclusiva, hasta allí llegaron las consignas revolucionarias. El Gobernador de
Carabobo puede actuar y ser aplaudido como cantante de reguetón pero los
servicios públicos siguen empeorando sin que eso afecte a los acomodados, hay
una lógica subyacente en todo esto, el proyecto militarista de destruir la
democracia siempre tuvo entre sus objetivos convertir la carrera de las armas
en la única vía para el ascenso social ¿Cuánto tardaremos en ver convertida la
Presidencia de la República en el último rango militar, justo después de
General en Jefe, y no un cargo de elección popular?
Julio Castellanos / jcclozada@gmail.com / @rockypolitica
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